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Jueves Santo presente, perenne; actual y eterno. Recorrido, el consabido, y su sentido el consentido que hoy nos lleva del revés y por derecho. Ya hemos apurado el recto llano de Carretería, tan mía, tan plena de emociones, morada por entero en dos hileras que se sueñan infinitas con los enhiestos capuces apuntando al Cielo.

El Jesús nos guía para dar con Él la curva del escueto Jardinillo, allí donde una vez, y dos, y tres, por excepción y por justicia, se giró hasta bendecir al hermano enfermo, a la madre marchada, al patriarca inolvidable. Memoras los recuerdos, vívidos por vividos, pervividos ahora.

Y en ese exacto lugar, para otros uno más, sin más, los ancestros que nos cuidan, ángeles custodios del ayer y del siempre, a la vera del Paso que con nosotros llevan, susurran levemente en los oídos del alma la lección de la historia compartida. La más grande jamás contada.

Y nos piden un instante de atención, detenernos en la tarde ya mediada, mientras el último sol aún empinado reluce y acaricia las espaldas del cortejo entre las anchas orillas del Campo de San Francisco. Nos acercan de la mano a cuatro siglos atrás de sobra bien cumplidos: porque ahí, a la diestra de Dios Hijo, apenas a unas pocas tiradas de banzo de las nuestras, ideales y reales, comenzaron ellos el camino nuestro, en pos de la verdad y de la Vida.

Así fue, para que aquí nos conste. Lo certifican entre líneas los añejos documentos ya sabidos y hallados, con su pátina de otoño en primavera, manuscritos cardiogramas proclamando la letra del espíritu. Nos notician la Ermita de San Roque y, en ella, al primigenio Cristo con la Cruz a cuestas en su santa Capilla de los Pasos, morada enamorada.

Imaginamos. Intuimos. Con los ojos cerrados, sublime trance y no quimera, roza el rezo nuestro la ignota silueta de aquel Nazareno, sabe Él por quién tallado y seguido modelo de su época.

Y con los ojos bien abiertos escrutamos en presente histórico, casi al milímetro, la feliz vista oeste de Cuenca obrada por Wyngaerde que tiene firma y fecha de lo hecho: 1565. El autor, muy flamenco él, así también la enseña, en su pujante lozanía, desplegada la señorial Ciudad en todo su esplendor, apaisada y sinuosa.

Muy al poniente, mirada desde las atalayas de la Fuensanta, reparamos y paramos en nuestro Puente y San Antón. Ya estaban. Y muy al este, en la otra esquina, variando perspicaz perspectiva, cuesta más de la cuenta y entre dudas aventurar sitio preciso para aquella Ermita que los conquenses dedicasen al occitano santo a los pies de las roqueñas aristas del Socorro, extramuros primero y después confundida con lo que fuese el popular y populoso Trípuli. Será que se parece, como el Reino de los Cielos, a un tesoro escondido.

Y quizá perdido lo hallemos en el templo que se adivina venturoso bajo un recio tejado a cuatro aguas, a los cuatro vientos, clamando a los cuatro puntos cardinales del mundo la buena nueva, la pura vida; seguro que tañendo sus campanas esperanzas y amores.

Las tercas evidencias te zarandean en desengaño, prestas a mostrar y demostrar que ya no queda nada, ni rastro de ese rostro urbano y místico, de la Ermita arrasada. Que ni los restos restan. Y es así. En la apacible calma de cualquier tibia mañana y a trasmano, exploras el puñado de callejas del pequeño cerrillo que los sabios abuelos siguen llamando de San Roque. Y piensas, y recreas: te recreas.

Evocas a los cofrades antañones, ricos en humildad y pobres en lo demás, hasta aquí viniendo con sus ilusiones en flor, la misma inmarchitable que nos alza en una intemporal Semana Santa. Y te unes, te fundes con ellos. Y sigues su Guión mientras ideas el tuyo para una secuencia suya por rodar.

Vuela la golondrina abrileña, gloriosa realidad, quién sabe si fantasía del poeta que la soñase porfiando en arrancar una a una las espinas lacerantes de la frente del Señor. Y nosotros volvemos, con la procesión por dentro, a los adentros, al Jueves Santo polícromo y divino, que fluye y que discurre como el río que nos lleva.

Hay que proseguir, ordena el capataz. Y lo hacemos, conmovidos, confortados, agarrados al banzo que es madera de Cruz. Suenan dulcísimas, sedosas, las marchas sempiternas en el alma: “Paz eterna”, “Pobre Carmen”, “Adoración”. Femenino y plural. Y todo es claridad…

Han pasado las calles y las horas; la subida y la bajada. El atardecer cárdeno es ya noche cerrada. Retornamos. A su Casa, así a San Antón como a San Roque fuese.

Rezan horquillas y tulipas. Hay cirios encendidos en la tierra y estrellas que rutilan en el Cielo. Doblando Palafox hacia la Trinidad perfilado divisas el familiar Barrio, cual lampadario de llamas blancas, como el sencillo Belén que le dio nombre. Y a su lado, de su lado, sagrario abierto, la Iglesia que expectante nos aguarda.

Humillado, entregado, tú por Él y con Él, te deja ver Jesús en el suelo su sombra, caminar con su Cruz. Avanzar paso a paso, a su paso, despacio, hasta andar sobre el Júcar.

Bajo el Calvario pétreo de La Majestad, se cruzan y entrecruzan las escenas: Jesús Caído, El Auxilio, Jesús Nazareno vulgo “del Puente”. Tres Cruces. Tres Imágenes distintas; un solo Hombre verdadero.

Y es que, al fin, otra vez más, todos nuestros Pasos nos conducen a Dios.

 

José Miguel Carretero Escribano.

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